Misericordia, de Denise Despeyroux (Teatre El Musical) | por Óscar Brox
En 1983, el gobierno de Felipe González fletó un avión de la compañía Iberia en el que 154 niños, hijos de exiliados y encarcelados por la dictadura, viajaban a Uruguay para un reencuentro con sus familias y conocidos. El gesto político implicaba no solo arrojar un poco más de luz democrática a un país que vivía los estertores de la dictadura (acabaría en 1985), sino también llevar a esos niños a conocer un lugar que muchos de ellos no habían visto antes, nacidos en Europa o exiliados cuando apenas eran bebés. La dramaturga Denise Despeyroux fue uno de esos niños y esa experiencia del exilio y regreso momentáneo al país natal quedó grabada en una entrevista de la televisión australiana.
Misericordia parte de esa historia para proponer una serie de reflexiones alrededor, a caballo entre la ficción y la autoficción. Empecemos por la primera: nada más arrancar la obra conocemos a Darío Duarte (interpretado por el también director y dramaturgo Pablo Messiez), envuelto en la preparación de una obra a estrenar próximamente en el CDN. ¿De qué hablar?, se pregunta. La ficción es tan elástica y la autoficción, a menudo, tan narcisista, que parece un callejón sin salida saber cómo construir su pieza. A Darío lo acompaña su amigo Dante (Cristóbal Suárez), quien parece tener una respuesta clara a ese conflicto: mejor no hablar de nada; mejor abandonar el teatro y dedicarse a otra cosa como, por ejemplo, la psiconeuroinmunología y las charlas de Youtube.
La familia de Darío, compuesta por su hermana mayor Delmira (Natalia Hernández) y la hermana menor Dunia (Marta Velilla), ofrece una perspectiva parecida: la primera se ha convertido en una estudiosa de la Kábala hasta conducir su vida a través de los preceptos de la tradición hebrea; la otra, en cambio, vive absorbida por los videojuegos hasta el punto de disfrazarse como su avatar en el Final Fantasy X. Maniobras de evasión.
Para Despeyroux, todos ellos son gestos que inicialmente pueden interpretarse como de evasión. Cada uno busca su vida donde sabe y, sobre todo, donde puede. Y se trata de unos gestos que no mira con severidad, sino con ternura. Escritos en clave de comedia y costumbrismo, los diálogos y el intercambio de réplicas construyen cada una de las escenas y proporcionan una cantidad de matices y detalles, en ocasiones, abrumadora. De hecho, antes que la risa o el enredo, Despeyroux pone por delante que seamos capaces de conocer a sus personajes en su conflictiva manera de relacionarse, ya sea a través de esa cena-rito-celebración que abarca buena parte de la pieza o de las conversaciones que urde entre unos y otros. La densidad del texto, abundante, no sirve tanto al propósito de perfilar al personaje como de exponer su debilidad. Las criaturas de Despeyroux hablan mucho, pero más que contarse, lo que nos dicen una y otra vez son todas aquellas cosas que echan a faltar. Instalados ya en la madurez, lo que no encuentran son unos pernos más o menos sólidos con los que agarrarse a la realidad. De ahí que cada uno busque su realidad, su identidad o su historia en otra cosa: la microbiota, el mundo abierto de un videojuego, las cuentas de la Kábala o la escritura interminable de una pieza dramática.
En Misericordia son muchos los guiños a otros directores y dramaturgos y la complicidad en escena con algunos de ellos. Sergio Blanco, por ejemplo, aparece en escena (en grabación de vídeo), así como también la propia Despeyroux. Hablemos, ahora, de autoficción. Dice Blanco en uno de sus ensayos a propósito del tema que la autoficción no nace de la necesidad de exposición, sino de la búsqueda. De encontrarse a uno mismo para encontrar a los otros. En la pieza de Despeyroux juega un papel determinante esa grabación de la televisión australiana en la que, con apenas 9 años, la entrevistan a su llegada a Uruguay. La imagen congelada, el gesto de la niña, la directora ya adulta compartiendo confidencias en escena con sus personajes. Para eso sirve el teatro, para propiciar ese momento de intensidad de la vida en el que una creadora se reúne con sus criaturas de ficción y nos cuenta que, al fin y al cabo, toda esta pieza es una forma de llenar cada espacio en blanco que le ha dejado su experiencia del exilio, su memoria familiar y su viaje al pasado. No es tanto una cuestión de recordar, sino de preguntarnos y poner el énfasis en para qué sirve recordar y cuál es su función social y artística.
El espacio escénico de la obra nos muestra una casa abierta de dos plantas. Por su disposición recuerda a una casa de muñecas en la que todo es visible -resulta elocuente, a este respecto, que las mismas paredes de la casa funcionen como pantalla para las videoproyecciones. Esto, además, sirve para advertirnos que los personajes no pueden ocultar sus dobleces, sus heridas e inseguridades. Tarde o temprano las mostrarán en escena -de ahí, por ejemplo, ese golpe seco cuando sale a colación la violencia sexual contra una de las hermanas. La cuestión es que Misericordia se convierte en otra obra con la presencia de su directora en escena; o, acaso, evidencia aún más la tensión entre ficción y autoficción. Si se mira desde la primera, se podría leer como una comedia sobre la dificultad de hablar de uno mismo; y si se mira desde la segunda, se podría leer como la puesta en escena dramática de uno mismo a través de un grupo de personajes. Con los fantasmas de la familia, de la creación artística, las creencias religiosas y las vivencias personales como puntos calientes de la historia.
Lo interesante, precisamente, radica en el delicado equilibrio entre una cosa y la otra, en cómo se apoyan y comprenden sin que la autoficción devore a la ficción, y viceversa. Cuando termina Misericordia, el regusto que deja es el de contemplar a una dramaturga poniendo en escena sus tribulaciones con la ficción, cuánto puede dar de sí esta última para rendir cuentas con la realidad, la memoria y la vida. No se trata tanto de contarse a una misma, sino de preguntarnos de qué manera contarse: en forma de comedia, de investigación, de videojuego o a través del archivo visual. Y en esa pregunta es donde se encuentra el teatro, lo teatral. El músculo creativo de Despeyroux se halla en su habilidad para unir capas sin miedo a que ese todo final desborde o colapse por la cantidad de matices con las que lo ha rellenado. Solo la parte hebrea podría dar para una pieza costumbrista completamente autónoma. Pero es que, probablemente, no podría ser de otra manera: es esa abundancia lo que nos muestra la autora para explicarnos la ansiedad por construirnos, reconstruirnos y evadirnos de las preguntas en torno a la identidad propia. Si la ficción es tan desbordante es porque no puede serlo de otra manera. Hace falta agarrarse a ella para dejar de pensar en los espacios en blanco de la memoria.
Y es cierto que uno llega al final de Misericordia un tanto extenuado, a ratos aburrido y a ratos abrumado -y, aclaro, ninguna de esas dos sensaciones es mala-, pero pensándolo detenidamente me cuesta creer que haya otra opción. Durante más de 2 horas, Denise Despeyroux nos ha zarandeado por su laberinto de personajes, reflexiones y metateatro, llevándonos de la comedia al drama, de lo sutil a lo obvio, de la ficción a la verdad, para tratar de explicarnos el inmenso sentimiento que nos va a embargar al ser espectadores de ese vídeo del viaje a Uruguay y lo que se desprende, emocional, política y moralmente de ello. Frente a las maniobras de evasión que cada cual establece para tragar con las inconsistencias de su vida, esa mirada limpia que nos invita a preguntarnos qué se puede hacer, cómo se puede aprovechar creativamente, un recuerdo, un pasado, que no ha dejado de palpitar en el presente.